domingo, 5 de mayo de 2013

LA REPÚBLICA, LOS SEÑORITOS Y MACHADO.




Castas, privilegiados, señoritos antaño en sus cortijos y hoy en los consejos de administración de multinacionales y en las instituciones. Otros hombres, los verdaderos, paridos en el pueblo y convertidos en héroes incontestables y rebeldes, exigen a los reyes la inocencia en las acusaciones que contra ellos existen, pueblo levantado antes en armas, hoy protagonizando manifestaciones de rechazo a los gobernantes, a la clase dirigente, al insaciable sistema capitalista, al señoritismo, enfrentándose al sistema en extraordinarias condiciones de inferioridad tal y como los milicianos republicanos se enfrentaron a ejércitos profesionales, un pueblo que aspira a los derechos que le corresponden ya que todo lo que España tiene de grande finalmente se lo debe al pueblo. No hay poderosos, hay poder, y ese poder lo reclama hoy el pueblo una vez que su cesión al sistema, al señoritismo, ha vaciado sus graneros para contentar a los señoritos. Un poder exigible y exigido por tanto tiempo que ya nuestras memorias no son capaces de recordar su primer día. Una lucha que necesita de una herramienta básica, de la cultura, una herramienta que los señoritos rechazan concedernos sumiéndonos en la constante y machacona repetición de los textos de “sus” escritores y trabando a aquellos autores que escriben para el pueblo llano, al mismo tiempo que se les aplican los más inadecuados calificativos, intentado que el pueblo, permanezca dormido mientras se alimenta con la “cultura del consumo" , precisamente la que hace que los bolsillos de los señoritos y los usureros están cada día mas llenos y nuestros graneros más vacíos aún.

Antonio Machado, republicano convencido, escribió en el diario La Vanguardia una serie de artículos durante la guerra civil española, concretamente veintiséis, reproduzco a continuación el primero por su indudable vigencia, publicado el 16 de julio de 1.937, justo un año después del levantamiento militar e inicio de la guerra civil, pero antes y a modo de guiño a la esperanza republicana una estrofa de sus primeras obras, de principios del siglo XX :

Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo,
algunas hojas verdes le han salido.

…… Mi corazón espera
también hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.


Cuando alguien me preguntó, hace .ya muchos años, ¿piensa usted que el poeta debe escribír para el pueblo, o permanecer encerrado en su torre de marfil?, era el tópico al uso de aquellos días, consagrado a una actividad aristocrática en esferas de la cultura sólo accesibles a una minoría selecta, yo contesté con estas palabras, que a muchos parecieron un tanto ingenuas: "Escribir para el pueblo, decía un maestro, ¡qué más quisiera yo !". Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos, claro está, de lo que él sabe. Escribir para el pueblo es, por de pronto, escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla, tres  cosas de inagotable contenido que no acabamos nunca de conocer. Y es mucho más, porque escribir para el pueblo nos obliga a rebasar las fronteras de nuestra patria, escribir; para los hombres de otras razas y de otras lenguas. Escribir para  el pueblo es llamarse Cervantes, en España; Shakespeare, en Inglaterra;, Tolstoi, en Rusia.
Es el milagro de los genios de la palabra. Tal vez alguno de ellos lo realizó sin saberlo, sin haberlo deseado siquiera. Día llegará en que sea la suprema aspiración del poeta. En cuanto a mí, mero aprendiz, no creo haber pasado de folklorista, aprendiz a mi modo, del saber popular. 
Mi respuesta era la de un español consciente de su hispanidad, que sabe, que necesita saber como en España casi todo lo grande es obra del pueblo o para el pueblo, como en España lo esencialmente aristocrático en cierto modo es lo popular. En los primeros meses de la guerra que hoy ensangrienta a España, cuando la contienda no había aún perdido su aspecto de mera guerra civil, yo escribí estas palabras que pretendian justificar mi fe democrática, mi creencia en la superioridad del pueblo sobre las clases privilegiadas.
Los milicianos de 1936



Después de puesta su vida tantas veces por su ley al tablero...

¿Por qué recuerdo yo esta frase de don  Jorge Manrique, siempre que veo, hojeando diarios y revistas, los retratos de nuestros milicianos?
Tal ves será, porque estos hombres, no precisamente soldados, sino pueblo en armas, tienen en sus rostros el grave ceño y la expresión concentrada o absorta en lo invisible, de quienes, como dice el poeta, “ponen al tablero su vida por su ley», se juegan esa moneda única, si se pierde no hay otra, por una causa hondamente sentida. La verdad es que todos estos milicianos parecen capitanes, tanto es el noble señorío de sus rostros.
Cuando una gran ciudad, como Madrid en estos días,  vive una experiencia trágica, cambia totalmente de fisonomía y en ella advertimos un extraño fenómeno compensador de muchas amarguras: la súbita desaparición del señorito. Y no es que el señorito, como algunos piensan, huya o se esconda, sino que desaparece literalmente se borra, lo borra la tragedia humana, lo borra el hombre.
La verdad es que, como decía Juan de Mairena, “no hay señoritos, sino más bien señoritismo” , una forma, entre varias, de hombría degradaba, un estilo peculiar de no ser hombre, que puede observarse a veces en individuos de diversas clases sociales, y que nada tiene que ver con los cuellos planchados, las corbatas o el lustre de las botas.
Entre nosotros, españoles, nada señoritos por naturaleza, el señoritismo es una enfermedad epidémica, cuyo origen puede encontrarse acaso en la educación jesuítica, profundamente anticristiana y, digámoslo con orgullo, perfectamente antiespañola. Porque “señoritismo" lleva implícita una estimativa errónea y servil, que antepone los hechos sociales más de superficie, signos de clase, hábitos o indumentos, a los valores propiamente dichos, religiosos y humanos. El señoritismo ignora, se complace en ignorar, jesuíticamente, la insuperable dignidad del hombre. El pueblo, en cambio, la conoce y la afirma, en ella tiene su cimiento más firme y la ética popular. «Nadie es más que nadie» reza un adagio de Castilla. ¡Expresión perfecta de modestia y de orgullo! Si, “nadie es más que nadie” porque a nadie le es dado aventajarse a todos, pues a todo hay quien gane, en circunstancias de lugar y de tiempo. “Nadie es más que nadie”, porque, y éste es el más hondo sentido de la frase, por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre. Así habla Castilla, un pueblo de señores, que siempre ha despreciado al señorito.
Cuando el Cid, el Señor por obra de una hombría el Cid, el Señor que sus propios enemigos proclaman, se apercibe, en el viejo poema, a romper el cerco que los moros tienen puesto a Valencia, llama a su mujer, doña Jimena, y a sus hijas Elvira, y Sol, para que vean "cómo se gana el pan". Con tan divina modestia habla Rodrigo de sus propias hazañas. Es el mismo, empero, que sufre destierro por haberse erguido ante el rey Alfonso y exigiéndole, de hombre a  hombre, que jure sobre los Evangelios no deber su corona al fratricidio Y junto al Cid, gran señor de sí mismo, aparecen en la gesta inmortal aquellos dos infantes, de Carrión, cobardes, vanidosos y vengativos; aquellos dos señoritos felones, estampas, definitivas de una aristocracia, encanallada. Alguien ha señalado, con certero tino, que el Poema del Cid es la lucha entre una democracia naciente y una aristocracia declinante. Yo diría, mejor, entre la hombría castellana y el señoritismo leonés de aquellos tiempos.
No faltará quien piense que las sombras de los yernos del Cid acompañan hoy a los ejércitos facciosos y les aconsejan hazañas tan lamentables como aquella del robledo de Corpes. No afirmaré yo tanto porque no me gusta denigrar al adversario, pero creo con toda el alma que la sombra de Rodrigó acompaña a nuestros heroicos milicianos. y que en el Juicio de Dios que hoy, como entonces, tiene lugar a orillas del Tajo, triunfarán otra vez los mejores. O habrá que faltarle al respeto a la misma divinidad.
Entre españoles, lo esencial humano se encuentra con la mayor pureza y el más acusado relieve en el alma popular. Yo no sé si puede decirse lo mismo de otros países. Mi folklore no ha traspuesto las fronteras de mi patria. Pero me atrevo a asegurar que en España el prejuicio aristocrático, el de escribir exclusivamente para los mejores, pueda aceptarse y aún convertirse en norma literaria, solo con esta  advertencia: la  aristocracia española está en el pueblo, escribiendo para el pueblo se escribe para los mejores. Si quisiéramos piadosamente no excluir del goce de una literatura popular a Ias llamadas  clases tendríamos que rebajar el nivel humano y la categoría estética de las obras que hizo suyas e! pueblo y entreverarlas con frivolidades y pedanterías. De un modo más o menos consciente es esto lo que muchas veces hicieron nuestros clásicos. Todo cuanto hay de superfluo en “El Quijote” no proviene de concesiones hechas al gusto popular, o como se decía antes, a la necedad del vulgo, sino por el contrario a la perversión estética de la corte. Alguien ha dicho con frase desmesurada, inaceptable: ad pedem ittera, pero con  profundo sentido de verdad, en nuestra gran literatura casi todo lo que no es folklore es pedantería. 
Pero dejando a un lado el aspecto español  o, mejor españolista, de la cuestión se encierra a mi juicio, en este claro dilema: o escribimos sin olvidar al pueblo, o sólo escribiremos tonterías, y volviendo al aspecto universal del problema, que es el de la difusión de la cultura y el de su defensa voy a leeros palabras de Juan de Mairena, un profesor apócrifo o hipotético, que  proyectaba en nuestra patria una Escuela Popular de Sabiduría Superior.
'La cultura vista desde fuera, como la ven quienes nunca contribuyeron a crearla, puede aparecer como un caudal en numerario o mercancías, el cual, repartido entre muchos, entre los más, no es suficiente para enriquecer a nadie. La difusión de la cultura sería para los que así piensan, si esto es pensar, un despilfarro o dilapidación de la cultura, realmente lamentable”. ¡Esto es tan lógico!... Pero es extraño que sean, a veces, los antimarxistas, que combaten la interpretación materialista de la Historia, quienes expongan una concepción tan espesamente materialista de la difusión cultural.
En efecto, la cultura vista desde fuera, como si dijéramos desde la ignorancia o, también, desde la pedantería, puede aparecer como un tesoro cuya posesión y custodia sean el privilegio de unos pocos y el ansia de cultura que siente el pueblo, y que nosotros quisiéramos contribuir a aumentar en el pueblo, aparecería como la amenaza a un sagrado depósito. Pero nosotros, que vemos la cultura desde dentro, quiero decir desde el hombre mismo, no pensamos ni en el caudal, ni en el tesoro, ni en el depósito de la cultura, como en fondos o existencias que puedan acapararse, por un. lado, o, por otro, repartirse a voleo, mucho menos que puedan ser entrados a saco por las turbas. Para nosotros, defender y difundir la cultural es una misma cosa: aumentar en el mundo el humano tesoro de conciencia vigilante.
¿Cómo? Despertando al dormido. Y mientras mayor sea el número de despiertos... . .
Para mí, decía Juan de Mairena, sólo habría una razón atendible contra una gran difusión de la cultura o tránsito de la cultura , concentrada en un estrecho círculo de elegidos o  privilegiados, a otros ámbitos más extensos, si averiguásemos que el principio de Carnot - Clausius, rige también para esa clase de energía espiritual que despierta al durmiente. En ese caso habríamos de proceder con sumo tiento, porque una difusión de la cultura implicaría, a fin de cuentas, una degradación de la misma que la hiciese prácticamente inútil. Pero nada hay averiguado, a mi juicio, sobre este particular. Nada serio podríamos oponer a una tesis contraria que, de acuerdo con la más acusada apariencia, afirmase la constante reversibilidad de la energía espiritual que produce la cultura.
Para nosotros, la cultura ni proviene de energía que se degrada al propagarse, ni es caudal que se aminore al repartirse; su defensa, obra será de actividad generosa, lleva implícitas las dos más hondas paradojas de la ética : sólo se pierde lo que se guarda, sólo se gana lo que se da. .. .
Enseñad al que no sabe, despertad  al dormido, llamad a la puerta de todos los corazones, de todas las conciencias, y como tampoco es el hombre para la cultura, sino la cultura para el hombre, para todos los hombres, para cada hombre, de ningún modo un fardo ingenie para levantado en vilo por todos los hombres, de tal suerte que tan sólo el peso de la cultura, pueda repartirse entre todos, si mañana un vendaval de cinismo, de elementalidad humana, sacude el árbol de la cultura y se lleva algo más que sus hojas secas, no os asustéis. Los árboles demasiado frondosos necesitan perder algunas de sus ramas, en beneficio de sus frutos. Y a falta de una poda sabia y consciente, pudiera ser bueno el huracán.
Antonio Machado
16 julio de 1937