La lectura de lo que sigue me provoca una amarga sensación, una rabia incontenible al ver como los mandos de la Base, el Arsenal de Cartagena y a la postre el Ministerio de Marina dieron tan deshonrosa sepultura a los marinos fallecidos en el acorazado “Jaime I” aquel fatídico 17 de junio de 1937. Una vergüenza sin paliativos.
Del libro “Acorazado Jaime I: El Potemkin español” de Manuel Gantes García, miembro de la dotación del acorazado. (Págs.: 130, 131 y 132)
… A la mañana siguiente al traslado de los ataúdes al cementerio asistí a otra asamblea, en la cual también hubo leva de personal. Una vez concluida ésta y antes de romperse la formación, un Auxiliar del Cuerpo de Buzos me ordenó que saliera de las filas y me puso a su lado. A continuación mandó salir a diez marineros más que se unieron a mí y todos juntos subimos a una camioneta que nos esperaba. Antes de arrancar los vehículos, el buzo explicó el cometido que llevábamos y que era ir al cementerio a enterrar a los muertos del “Jaime I”. Por mi parte asentí a lo que me decía e íntimamente le agradecí que me hubiera escogido para aquella misión como deferencia hacia el buque en el cual había sido tripulante. Rápidamente el coche se puso en marcha, y una vez pasado el control de la puerta este tomo la dirección de la necrópolis de Santa Lucía.
Cuando llegamos al sagrado recinto ya nos esperaban dos sepultureros que nos explicaron lo que teníamos que hacer y que consistía en cavar una gran fosa para enterrar a los que habían quedado insepultos el día anterior. Provistos de las herramientas necesarias, comenzamos a trabajar con la decisión de acabar con aquella tarea lo más pronto posible. A todo esto el calor ya se hacía sentir y el hedor de los cadáveres apestaba el aire. A golpes de azadón deshacíamos las sepulturas existentes, cuyos materiales apartábamos para las veredas. Pronto empecé a sudar y me despojé de la camisa quedando con el pecho al aire. A medida que avanzábamos en aquel trabajo tan macabro iban surgiendo entre nosotros diversos restos humanos, que a juzgar por lo intactos que estaban calculamos que habían sido enterrados hacía poco tiempo.
No había pasado la mañana cuando empecé a sentir el síndrome de los cementerios. El polvo seco que respiraba me secaba la boca y me daba asco pensar que estaba trabajando detritos humanos. Llegamos al mediodía con un sol abrasador. Hambrientos y bañados en sudor dimos fin a la primera parte de nuestro trabajo quedando la tumba preparada para ser ocupada. Dada la hora que era, y al ver que nadie apareció para relevarnos, nuestro jefe se mostraba inquieto y nervioso por no disponer de comida para la gente. Como quiera que viera en nosotros malas caras por esta contrariedad, rápidamente tomo una decisión, diciéndonos que estuviéramos tranquilos pues iba a un lugar cercano en busca de alimento.
Después de descansar un poco bajo una sombra me entró una impaciencia que no pude contener, por lo que, y con objeto de distraer el hambre me dediqué a leer las inscripciones de las tumbas….El tiempo pasaba, el hambre nos acuciaba y no veíamos la solución por ninguna parte. El buzo que nos mandaba tardaba mucho en regresar y esto nos parecía mala señal. Algunos de mis compañeros protestaban abiertamente y los que mostrábamos más serenidad en el fondo estábamos hondamente soliviantados. Aquella situación era en sobremanera desagradable y la atribuíamos a una falta de dirección eficaz. En aquellos momentos, en plena juventud y sin comer, el hambre era muy mala consejera. Y esto hacía que algunos exaltados se asociaran con los fantasmas de las sublevaciones, que aún no se habían extinguido del todo.
Los sepultureros habían marchado. Después de mucho esperar, al fin vimos venir a nuestro jefe cargado con una cuna tomatera que, por el peso que aparentaba, daba la sensación de que traía comida en abundancia. Ya una vez junto a nosotros, comenzamos a repartir el contenido del cesto, y vimos con sorpresa que solo había una docena de peras que por cierto eran muy duras y pequeñas. Pero como el hambre era mucha, nadie comentó nada y en silencio devoramos la fruta.
Reanudamos el trabajo. Como el sol ya estaba muy bajo, el jefe nos metía prisa y al distribuir a la gente me mandó para la fosa con el cometido de estibar los ataúdes. A todo esto, a pesar de que trabajaba con mucha voluntad, pronto me vi y no me deseé con la encomienda que me había dado. Dada la profundidad del hoyo, en el momento de recoger los féretros que nos echaban de arriba, estos quedaban tan verticales que la sangre chorreaba sobre los que estábamos abajo. Y aquellos se me hacía muy repelente. De todas maneras, esta contrariedad la soportaba con paciencia, porque, al fin y al cabo, yo me sentía muy honrado, por ser el único tripulante del acorazado que había dado sepultura a sus compañeros.
La noche se echaba encima. Apurando lo más posible, echamos las últimas paletadas de tierra en la fosa y dimos por concluida nuestra misión. Una vez recogidas las herramientas, nos acercamos a la caseta de enterradores, los cuales con un balde nos arrojaron por el cuerpo un líquido desinfectante. Sin pérdida de tiempo, porque la oscuridad ya era total, rápidamente subimos a la camioneta y emprendimos eL regreso al Arsenal. Durante el camino de vuelta, me sentía como vacío e insensible por la experiencia de haber hecho de enterrador. Cuando llegamos al cuartel ya todo era silencio. Nos dieron algo para cenar y a continuación nos fuimos a dormir.
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